-¿Qué hiciste en el tiempo cálido? -Yo... cantaba, no te enfades –responde la Cigarra. -¿Tú cantabas?, ¡pues canta ahora!
sábado, 1 de febrero de 2014
Utopía
El pensamiento utópico es ambivalente, la mentalidad utópica, soñadora. "Sueño de la razón" llamó alguna vez Platón a su Ciudad del Sol, su Heliópolis, tan justa como meritocrática, tan apropiada para insectos.
A Utopía nos la imaginamos como a una bella señora, incitante, de noble rostro pero con garras peligrosas, una vampiresa irresistible.
“A quien pide lo imposible –escribió
Cervantes- es justo que lo posible se le niegue”. La fecundidad de la utopía
está en estrecha relación con su verdad. La verdad de la utopía no es
obviamente su realidad existente, sino su esencia proversiva: la representación
de una posibilidad real, amable, realizable.
(Para la relevancia lógica de la "suposición proversiva" y la "inferencia proversiva", como potencial creador de la idea: "La suposición proversiva", en A Parte Rei).
La imaginación humana tiene un
extraordinario poder de anticipación y previsión. Sin esta capacidad de
invención anticipadora viviríamos en un presente estancado, estéril. Oscar
Wilde decía que no merece la pena contemplar un mapa del mundo que no contenga
el fabuloso Reino de Utopía. Las culturas sin utopía son prisioneras del
presente y retroceden rápidamente al pasado. Como aquel árbol de mi ‘exlibris’
favorito, la cultura también puede decir “crezco o muero”. No es posible seguir
viviendo si dejamos las cosas como están. O progresamos o perecemos. Hasta la
cerveza se estropea –escribía Heráclito- si no se mueve, porque el presente
sólo puede estar vivo en la tensión entre la tradición y el sueño.
Nuestras facultades representativas,
memoria e imaginación, son responsables a la vez del pensamiento mítico y del
pensamiento utópico. El primero ya contiene en sí la profecía, como una forma
inspirada de anticipación. No somos los sujetos de los mitos, esos sueños
colectivos se nos cuentan a nosotros, se hablan y sobreviven utilizándonos, como ciertos arquetipos. Don
Quijote seguirá enfrentando gigantes como molinos, y Sancho, recitando las
verdades del Barquero, cuando yo yazca criando malvas. Esos héroes no han existido,
pero -como decía Salustio- son para siempre. Nos constituimos en ellos, según estos o aquellos modelos, dioses o idolillos de quita y pon. Nuestra personalidad profunda es
hija del relato, posee una estructura narrativa. El futuro tiene así raíces muy
antiguas. Esas tragedias nos hablan de un tiempo más fundamental, anterior al
tiempo.
Pero también nos constituimos en los
sueños, también somos nuestros sueños: principal objeto de nuestros amores.
Funcionan en la práctica como metas regulativas, como ilusiones cognitivas.
Se puede amar los sueños por encima de lo
razonable, con pasión feroz e incontrolada, hasta el desprecio del ser ya
conseguido. Esa manía genera su propio error: “el fin justifica los medios”. La
tesis incontestablemente verdadera es más bien la contraria: son los medios los
que justifican el fin. No se pueden hacer buenos cestos con malos mimbres.
Por esa circunstancia, hay filósofos que
valoran negativamente la utopía. Han constatado con razón que la utopía ha sido
históricamente fuente de fanatismo y de violencias irracionales, ha degenerado
en farsas sangrientas, ha destruido la vida de hombres reales y de bienes
indudables. No hay “ismo” que se libre del horror de haber producido mártires y
víctimas, ni que haya cerrado su nómina a verdugos, terroristas y medrantes
oportunistas: cristianismo, protestantismo, nacionalismo, comunismo,
fascismo... Los más rigurosos inquisidores querían asegurar el futuro de las
almas de los herejes quemando sus cuerpos presentes.
En general, la realización de la utopía
impone el sacrificio de una parte importante, muchas veces excesiva, de las
satisfacciones presentes. La fantasía dislocada puede convertir la utopía en
una becerro de oro que exige chivos expiatorios, rituales propiciatorios,
espectáculos masivos que incluyen los sacrificios de inocentes. Cuánto más
improbable y absurdo resulta el sueño, con más fuerza se grita e impone, aunque
sea a martillazo limpio. No podemos soportar la menor duda si hemos apostado
toda nuestra energía vital a una sola carta. ¿Qué importan unas cuantas vidas,
si la apuesta es la felicidad global de la humanidad, la culminación de la
historia, el fin de la explotación, el Reino de Dios en la Tierra?
Es importante reflexionar sobre esta
ambivalencia de Utopía... para que el realismo sea capaz de convocar el
utopismo y ser fertilizado por él, y el utopismo pague su obligatorio impuesto
al realismo, de modo que halle buena cimentación en él. La utopía debe ser
humilde, esto es, recordar que procedemos del humus, que no podemos ser como
dioses. No nos conviene la soberbia.
Nos puede servir a tal efecto una
parábola antigua: la de la Hormiga y la Cigarra. En la prosopopeya, la primera
sacrifica la presente alegría del verano al principio de esperanza: trabaja y
trabaja, indiferente a las tentaciones del verano, para proveerse una despensa
que garantice el futuro, inmunizada por el instinto conservador, acumulativo.
Pero el futuro descansa en la rodilla de los dioses. Si la pisamos, si sufre un
accidente laboral, la Hormiga lo pierde todo. No ha disfrutado de su juventud y
ha perdido de golpe su vejez segura.
La Cigarra, por su parte, sacrifica el
futuro al presente. Su filosofía es el hedonista canto de la sociedad de
consumo: vive, come, bebe y canta, que mañana morirás... La Cigarra, encaramada
en lo alto de una rama, mira con aristocrática superioridad a la hormiga
mientras el sol calienta: ¡Que me quiten lo “bailao”!
El cuento suele ser contado por puritanos
hormiguistas -no, desde luego, por libertinos cigarristas-, por eso la Hormiga
suele quedar mejor parada que la Cigarra. Calentita y bien provista, la Hormiga
se burla de la cigarra cuando ésta le mendiga un grano en la estación
rigurosa...
En la voz de la Hormiga late lo que un
nietzscheano llamaría la moral del resentimiento. ¿Quién ha dicho que una vida
más larga sea mejor que una vida más alta? –podría atacar con esta pregunta el fiel vitalista.
Las dos posiciones sólo sirven como
paradigmas extremosos, indeseables. La Hormiga y la Cigarra no son personas. Un
ser que vive sólo en presente, fijado al azar de los estímulos actuales, no
pasa de animal de bellota, de bellota o de hamburguesa, presa o depredador, da igual.
Llegamos a ser hombres en el diálogo con los muertos, aprendiendo a hablar,
oyendo cuentos, leyendo, viendo o escuchando historias, nos formamos y
perfeccionamos como hombres en el dinamismo de los proyectos, imaginando y
calculando posibilidades. Por eso dijo certeramente Scheler que el hombre es un
“animal ascético”, porque sacrifica parte de sus satisfacciones presentes, en
la sublimación del deseo, en la espera de la presa, en el trabajo, al
aseguramiento, mejoramiento y construcción de su futuro.
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2 comentarios:
En una de tus publicaciones anteriores definieron lo que es una ideología y como esta llevada al extremo conlleva al fanatismo, me resulta interesante como ambas terminaron relacionándose en torno a todas estas doctrinas políticas y económicas, una de las cuestiones que he debatido bastante con mi padre. Y actualmente nos enteramos de varios casos relacionados con esto, como por ejemplo lo que en estos momentos vive Venezuela, lamentablemente. Las utopías en efecto son atractivas por la idea que plantean, pero al final, en la practica ya resultan aterradoras por quienes quieren llevarlas a cabo bajo cualquier costo. Y como la hormiga y la cigarra, los extremos nunca serán buenos y no todo es aplicable para todas las personas, somos individuos que pensamos y actuamos de distinta manera.
Es para reflexionar.
Excelente comentario, Scary. Es muy difícil conciliar diversidad y unidad, como difícil es pedir realismo a quien no puede consolarse más que soñando. Pero a base de sueños no se reforma el mundo. Y si las cosas se pueden mejorar, también todo es empeorable.
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